TIERRA ANDINA (Tilcara)
Un viaje de 40 minutos, Juli dormía y yo
meditaba. Lo mismo que ir de un barrio porteño a otro en colectivo (o en auto)
nos tomó ir de un pueblo a otro de la Quebrada. El sueño y la meditación eran
interrumpidos cada tanto para mirar el paisaje, ese de la puna, donde los
cerros tienen más colores que el arco iris, y los ríos bien anchos con solo un
hilo, por momentos ínfimo, de agua para recordar que sigue siendo un río. Calor
de día, amarillo de sol y tierra, boca seca... y llegamos a Tilcara, cigarrillo
y a buscar hospedaje.
A no más de 30 metros, ya los pies llenos de
polvo y el peso de la mochila haciéndose saber, pasamos por la puerta del
bar/hostel Tierra Andina en blanco, sobre la pared color vino. Como siempre la
puerta estaba abierta, Víctor se asoma, nos invita a pasar y antes de poder
decidirlo ya nos había convencido de quedarnos. Pusimos la carpa al fondo, piso
de piedras y varias carpas con los sobretechos a punto de volarse, sin cierres
que funcionen, y el viento caracterizando el momento.
Lo que iban a ser dos días se transformaron en
diez, como suele pasar. Contra lo que no esperábamos, aunque si deseábamos, el
sombrero hizo de las suyas. No hizo falta dar muchas vueltas para saber donde
podíamos tocar, qué restaurantes nos abrían sus puertas y bajaban el volumen de
la música para que cantemos nuestras piezas. Me tocó desempolvar viejos
discursos para saludar a la gente antes de tocar, contarles que pasaríamos con
el sombrero, y despedirnos; trayendo siempre el humor y la sonrisa pícara.
Al tercer día de estadía le sugerí a Víctor
que podíamos darle una mano con Juli, a él y a Anna, con algunas cuestiones del
hostel. Así que por algunas horas de trabajo tuvimos hospedaje y almuerzo a
cambio durante el resto de la estadía. Limpiamos todo el fondo (que tanto lo
necesitaba), armamos tachos para separar basura, ceniceros, con Víctor armamos
un techo de cañas y madera para la cocina trasera… le lavamos la cara al lugar.
Algún día preparamos el desayuno incluido, hicimos camas, limpiamos baños y
reparamos inodoros. Cocinamos grandes y sanos almuerzos, al calcinante sol del
mediodía y la fresca sombra de montaña.
Algunas mañana, luego de desayunar al aire
libre, el café con pan y manteca, mate y alguna fruta, las dedicamos a ensayar, cantando a las
montañas directamente, e indirectamente a
los chicos que como nosotros, se tomaban el tiempo para arrancar el día.
Los aplausos salían de sus palmas y bajaban desde la montaña.
Nuestro paso por allí coincidió con semana
santa. Así que el miércoles santo nos dispusimos a recibir a las mas de 100
bandas de Sicuris, que luego de tres días de peregrinación bajan escoltando a
la Vírgen. Una banda de sicuris se compone de entre diez y cincuenta
personas que pueden ser niños,
adolescentes, adultos y abuelos, solo de mujeres, solo de hombres, mixtos, con
lugareños, extranjeros y turistas. Hay bombos, platillos, redoblantes, matracas
(disfrazadas de aviones, armadillos y lo que se les ocurra) y muuuchas
zampoñas, que cantan distintas armonías para generar una melodía conjunta. Las
personas que bajaban parecían en trance, con el bolo de coca mas grande que sus
caras, ojos rojos, bocas y brazos y piernas y cuerpos cansados, pero con la
energía que da la fe, que dicen que mueve montañas. Una muestra muy patente del
sincretismo, de la mezcla de ritos y costumbres precolombinas, con la
introducción del catolicismo en estas tierras siglos atrás.
El viernes, todo el centro y un poco más se
tranformó en un Vía Crucis gigante. Mucha gente movilizada, estaciones del
Camino de la Cruz cada tres o cuatro cuadras y parlantes por todos lados, para
que nadie se pierda ni se olvide del evento.
No podía faltar una buena caminata por la
montaña, así que luego de un mediodía encaramos hacia “La Garganta del Diablo”.
Una linda cascada varios metros hacia arriba, que sirve como excusa para
desandar un hermoso camino de cactus, piedras, caca de caballo y de paisajes
infinitos. Frenar por unos minutos, sintiendo el constante viento, mirando al
horizonte me genera ese encuentro de sensaciones, sentirme mínimo ante tanta
inmensidad, y sentirme tan afortunado de la vida, y los caminos por los que me
ha llevado. Al poquito (pero poquito) tiempo de empezar a subir Juli pide por
un descanso; en mi cara se debe haber notado, pero si íbamos a ir a ese ritmo
podíamos tomarnos algunos días para llegar a destino. Afortunadamente la coca
nos acompañaba y luego de picchar su amargo y particular sabor, pudimos
ascender de un tirón a buen paso.
Gracias a una recomendación y contacto nos
encontramos con Nora Benaglia, gran persona y música, directora de la
Orquesta Infanto Juvenil de
Maimará (poblado cercano), que nos recibió junto a su familia con sonrisas,
mate y sopa paraguaya. Compartimos horas de charla, risas, experiencias y
varios discos (el primer disco de Nora se llama Voy, como el recién editado de
Juli). A través de ella conocimos a Daniel, profe de música de escuelas rurales
de la zona, quien nos llevó a una pequeña escuela ubicada literalmente en medio
de los cerros, Wichaira. Allí conocimos e intercambiamos con los treinta niños
que asisten a la institución, nos invitaron a almorzar sopa y una plato con
arvejas, papas, zanahorias y pollo, que estaba riquísimo; y bajamos todos
juntos luego de la rica comidita.
Las últimas noches de semana santa las pasamos
de peña en el bar de Tierra Andina. Pudimos tocar durante largos ratos nuestras
canciones, interpretando también a otros amigos porteños como Adrián Berra, el
dúo Vecina y Pablo Grinjot. Así es que de tanto cantar, tomar, fumar, gritar y
compartir, me quede realmente sin voz. Nuestras primeras borracheras del viaje,
cerveza Norte, Fernet y algún oporto más que dulzón. Así conocimos a grandes
músicos que residen en Tilcara, Pablo Cabrera, Sebastián Matías, entre otros;
eso de que en Capital Federal levantás una piedra y sale un músico, me parece
que es para una buena cantidad del país.
No voy a dejar de dedicar un lugarcito para un
trío que nos acompaño todo el tiempo, Pacha, el Rengo y Estrellita. Pacha,
hermosa cachorra que robaba nuestras chancletas y a cambio nos dejaba alguno de
sus trofeos sea un hueso o un cuerno gigante. Estrellita, perra rastrera, tanto
que estaba por perder un ojo de tanta tierra, y el Rengo, perro nochero que
siempre aparecía durmiendo en alguna peña, entre bailadores borrachos y música
fuerte.
Ya con ganas de seguir, esperamos a una
madrugada fresca, y a las tres de la mañana tomamos el colectivo hacia la
frontera, dejando un poco de corazón, llevándonos mucho más de lo que
esperábamos.
Juliii!! Lucaaas!! que hermoso leerlos! me encanta la bitácora abierta a todo el mundo!
ResponderEliminarpor un instante se me levantan los pies y me siento de viaje.
abrazoss!!
Igna