jueves, 7 de junio de 2012


LA QUIMBA - Sucre

“La vida sabe equilibrar las energías, para mantener esa estabilidad…” me dice Juli, respecto a nuestro paso por Potosí. Luego de aquel abrazo paternal de Benjamín, llegamos a esta ciudad que nos recibió con mucho humo de minibuses, calles empinadísimas en una ciudad a altísima altura (imaginen lo agitado de una cuadra), mucha gente, mucha comida en la calle, muchos olores feos y aromas nuevos; “Bolivia ciudad” en su máximo esplendor. La verdad que “tanto” luego del espacio que encontramos en Uyuni, fue mucho. Tanto que luego del baño y caminata de reconocimiento, decidimos que al día siguiente, temprano seguiríamos rumbo a Sucre. Y así fue, despertador, mate, minibús hasta la estación, habas secas y partimos a la capital constitucional de Bolivia.
Llegamos alrededor de las tres de la tarde, dejamos las mochilas en el albergue en frente a la estación y nos fuimos para el centro, adonde nos mudaríamos la mañana siguiente. En Sucre fueron diez días que podrían haber sido diez semanas. Conocimos mucha gente, y si bien no fueron tantos los lugares, parecería que sí.
Paramos en un hospedaje frente al mercado, que nos recibió para almorzar sopas de maní y segundos platos de falso conejo o milanesas de pollo (o falso pollo) con su arroz pasado y ensaladita de pocos colores, desayunar jugo de papaya y banana, picar papa rellena y galletitas de maní, y comprar avena, leche en polvo, palta, pan, aceitunas, queso, hierbaluisa, limones, jengibre, papel higiénico y algunas más cosas que no creo recordar.
Ya con repertorio afianzado, algunas nuevas canciones que todavía no habíamos tocado, y un poquito de experiencia como pareja de cantores callejeros, salimos en busca de las monedas y las nuevas anécdotas por vivir. Así es que dimos un taller en una guardería, en un centro para 60 niños de bajos recursos, visitamos e intercambiamos con dos escuelas, almorzamos con el director (y familia) de una de ellas; conocimos La Recoleta, un hermoso barrio a lo alto de la ciudad que regalaba el mejor de los paisajes (tocamos un pequeño restaurant allí arriba, mirando la ciudad al mismo tiempo); paseamos por el parque, visitamos el Mercado Campesino, donde merendamos un café con leche con pan y queso; compré un libro de Galeano; fuimos a dos programas de radio durante un mediodía y a un programa de TV a las 7:30 AM (los conductores eran un Roni Arias estilista maquilladísimo con su perrito en brazos y un Teto Medina de pelo corto, bolivianos) para promocionar un “concierto taller lúdico” para toda la familia en la Alianza Francesa (al que asistieron como menos de diez personas); tocamos en un restaurante vegetariano y en la Vieja Bodega, donde Sergio nos esperaba cada mediodía para que cantemos en su fonda, y luego del trabajito nos invitaba con alguna limonada o jugo de manzana, natural, mientras compartíamos alguna historia de vida.
Una tarde tocando en un lugar para merendar, conocimos a Cecilia y su hija Matilde “vayan la calle Grau, dos cuadras arriba de la plaza, mi pareja Pancho tiene un barcito, La Quimba…”. La quimba es una parte específica del baile de la Cueca (típica canción boliviana), en el que se produce el encuentro de la pareja, nos contaba Pancho. Y eso es lo que fue llegar allí, un gran encuentro. “Este lugar es para ustedes, para los viajeros” nos contaba mientras nos invitaba a que toquemos allí. El lugar es hermoso, mucha madera y color madera, incontables instrumentos que Pancho va coleccionando y construyendo a medida que pasa la vida y gente por su vida, un muñeco que lo mira todo desde arriba asomando de una pequeña abertura en el techo, una vela por cada mesa, una foto del flaco Spinetta en la cartelera, música familiar que nosotros mismos podríamos haber seleccionado para la noche, folclore latinoamericano, gente dispuesta a escuchar y sonreír, un patio interno, ambiente cálido y la sonrisa y el abrazo de Pancho en cada una de nuestras llegadas por el lugar. Entonces nos pasamos por ahí esa noche, tocamos una cancioncitas por la gorra, y entre charlas, maitucos (cigarros de la zona), quirusilla (brebaje exquisito que sólo se consigue en un pequeño pueblo perdido en las montañas) y hoja coca, cerramos una fecha para el fin de semana siguiente, con el mismo Pancho acompañándonos en la percusión, cajón, djembe y bongó.
Entonces el miércoles tocamos en el bar Amsterdam, el jueves en Bibliocafé Concert, y el viernes en la Quimba. Tres noches seguidas de conciertos, enchufados y desenchufados, parados y sentados en sillas altas y bajas, con gente hablando y gente escuchando. En cada lugar nos trataron muy bien, nos dieron de comer rico y sano, cerveza Paceña de beber; y el gorro salió cada vez con la panza llena y el corazón contento.
La última, la más esperada, salió más linda de lo esperado. Tocamos un amplio y variado repertorio con pausa incluida. La segunda entrada la inauguró Rueda la Luna, el confortable dúo de Pancho y Tania (actriz, música y gran artista alemana); sobre la guitarra que tocaba él, las voces se entretejían todo el tiempo, armonizando más que respirando y manejando tan natural la dinámica, como si fueran uno. Cantaron cuatro o cinco canciones antes de que volvamos nosotros, en el medio de cortó la luz (la canción continuó como si todo estuviese ensayado), así que la sabia elección de una vela por mesa, tuvo una función mucho más que estética en ese momento; “si el mundo y la electricidad de acabaran nosotros seguiríamos tocando” decía Tino. Volvió la luz mientras tocábamos ya los tres, con calor y ritmo. Muchos aplausos, vendimos varios discos, conocimos más gente, nos felicitaron mucho, les agradecimos más. De allí nos fuimos para una fiesta de música indígena autóctona, bailamos waynos, tomamos canelazo, nos reímos, y a dormir con una sonrisa y el corazón inflado. Una noche tan buena como cualquiera de aquellas tocando en la ciudad de los aires buenos, con amigos queridos, como en casa.
Antes de partir nos fuimos a pasar una noche en carpa, al lado de un río, olor a humo, baño de agua fresca, té preparado a la leña. Para llegar hasta ahí tomamos un taxi entre “¡siete!” personas, nos bajamos primeros, caminamos más de dos horas por la vía de un tren que nunca entendimos si está vigente. El camino iba por entre sierras, cruzamos cactus, eucaliptus, casitas en la montaña, una estación abandonada y perros ladrando; y cuando ya no sabíamos adonde llegar nos encontramos con un puente que tendría cincuenta metros de alto (cruzando el río), cien de largo, duermientes sueltos y bien separados. Lo pasamos sin pensar, como si fuera natural, confiando en que si hasta allí habíamos llegado era para seguir y que si los lugareños lo cruzaban es porque era posible; había que mirar el primer plano, donde pisábamos, las maderas flojas y separadas, que si mirábamos más allá daba vértigo, adrenalina y hasta miedo. Se cumplía nuestro primer mes de viaje, y así lo festejamos, brindando con té de canela con singani y cigarrillos armados bajo el cielo de estrellas. Pasamos la noche, y esta vez sin querer pensarlo cruzamos nuevamente el puente, volvimos a la ciudad, pasamos la noche y al otro día a la tarde tomamos el bus a La Paz, en paz.
Me da la sensación que seguimos cruzando el puente, asegurando cada paso, sabiendo que delante está el otro lado, pero sin darle mayor importancia y atención a lo que estamos haciendo más que las que cada paso merece… sin sentir ese vértigo, de modo natural.

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