Se levantó el
paro/bloqueo de transportistas el miércoles en La Paz, solo que ese día comenzó
la huelga de mineros o médicos o campesinos (no recuerdo bien) con el
respectivo corte de calles, así que se transformó en travesía ir hasta Villa
Fátima, donde salía el minibús a Coroico. No sólo fue complejo conseguir la
movilidad, el viaje también, fuimos casi colgados, con los trastos repartidos
por todo el bus. En fin, a los 15 minutos de llegar ya estábamos saliendo rumbo
a las Yungas. La Yunga no es la selva, pero está bien cerca de ese paisaje,
algunos miles de metros más abajo que La Paz, 1800 sobre el nivel del mar.
Altas montañas forradas de una gruesa alfombra de tupidos verdes árboles.
Valles y más valles en cualquier dirección, atravesados por líneas plateadas
que parecen ríos bajando desde la cima, apareciendo y desapareciendo a su
antojo. Viaje de 3 horas, con mis pies enredados en mis piernas; bananas,
mandarinas y pan para comer; y la compañía de Zam y su compañera, amigos
mexicanos que habíamos conocido en Uyuni en una tienda de api y buñuelos, que
tuvimos el agrado de reencontrar en el hospedaje de La Paz.
Llegamos a Coroico
y a su húmedo calor. La ciudad está como metida en la montaña, respetando sus
subidas y bajadas, su verde y su paisaje. Bajamos del bus y subimos el peso de
la mochila con los abrigos. Caminamos como 3 cuadras hasta la plaza central por
calles de adoquines, entiendo que son por los movimientos sísmicos que suelen
caracterizar la zona; Juli se quedó con las mochilas disfrutando del juego de
los niños y el olor a jazmín de alguno de sus canteros, y yo salí a buscar
algunos contactos que nos habían dado. En un banco de la plaza estaba Raymunda
que cuando me ve se levanta, me da la mano y me ofrece de su bolsa de coca. En
Bolivia no se dice que no a una invitación, y menos de coca, así que con gusto
acepté. Sacó un pedazo de lejía, lo mordió y el pedazo que quedó en su boca lo
sacó y me lo ofreció, con un poco menos de gusto acepté.
Luego de averiguar
y decidir qué hacer, cargamos nuestros petates y partimos rumbo donde Don
Severo. Obviamente para tomar un bus era imposible por otro corte de caminos,
pero “es cerquita... serán quinientos metros… apenas pasando el hospital… hay
unos grafitis”; caminamos dos kilómetros cuesta arriba, con calor al rayo del
sol, por un camino de tierra. Camino que haríamos repetidísimas veces, pero que
con el peso de las mochilas y sin saber exactamente adonde llegar, era bastante
más pesado. Con el tiempo cada curva se hizo familiar, experimentamos los
nuevos olores del paisaje, y disfrutamos de las miles (sin exagerar) “alegrías
del hogar”, florcitas rosas, naranjas y violetas que había a lo largo de la
subida. “Es usted Don Severo?; qué bueno que llegamos; nos recomendaron mucho
venir aquí” con su tímida sonrisa Don Severo nos recibe y nos invita a
quedarnos allí, nos muestra el lugar, un jardín con muchas clases de plantas,
un poco desordenado y sucio pero cálido a la vez; Aruma, una perra que casi
arrastra sus tetas y sus tres bien bebés cachorritos, Panda, Jeremías y Jenny
(bautizada así luego de unos días). Una hermosa cocina, con muchas
inscripciones y dibujos de mil colores, agradecimientos y hasta una receta de
un Jugo Mágico, una mesa bien grande donde amasaríamos casi todos los días, una
pequeña heladera, un horno, un anafe, dos garrafas de gas, y olor a café
tostado. Y saliendo de la cocina al patio, una mesa más grande, bancos largos
de tablones de madera esperando ser utilizados, piso de tierra, techo de chapa,
y muchas comidas por suceder. Subimos una escalera a un cuarto sin una pared,
que iba a un dormitorio y donde podíamos poner la carpa. “Buen día” nos saluda
Luli saliendo de su carpa, toda despeinada y cara lagañosa. Armamos la carpa y
ya dispuestos a bajar al pueblo, se acerca Halex invitándonos a un mate, y con
su cálida sonrisa, ojos achinados y amena charla nos da, sin decírnoslo, la
bienvenida. En el cuarto además estaban Marcela, compañera de Halex, y Warley,
amigo del mismo.
Probamos cantar esa
noche en el pueblo, sin mucho éxito (o creo ninguno), lo mismo al mediodía
siguiente; así que decidimos ir hacia una finca que quedaba varios kilómetros
arriba, en el camino a la Universidad de Carmen Pampa, a trabajar a cambio de
hospedaje y comida, en la tierra o lo que hiciera falta.
Llegamos y la
familia dueña de la finca no estaba, así que del hotel de al lado llamaron por
teléfono y nos dijeron que nos quedáramos, que a lo sumo en dos días llegarían.
Al día siguiente fuimos hasta la universidad por la invitación de una profesora
cuando le contamos de nuestro proyecto de intercambio en escuelas; arreglamos
que iríamos a la semana siguiente a compartir nuestras experiencias y
apreciaciones con los alumnos de la carrera de Ciencias de la Educación;
compramos huevos, arroz y mandarinas (no teníamos mucha comida) y nos
regresamos a la finca. Al cuarto día, sin novedades y la comida robada y comida
por supuestos monos durante la noche, decidimos volvernos a lo de Severo y a
probar suerte nuevamente al pueblo.
Fue una alegría
encontrar nuevamente a quienes habíamos conocido días atrás, Warley había
partido, habían llegado Yanina y Eva. Esa noche cocinamos y cenamos todos
juntos, un buen recibimiento de esta linda y fugaz comunidad. Luego de la cena
Halex nos invitó rapé, tabaco que se inhala, o en este caso, que él mismo nos
sopló con una caña de bambú, utilizado en la selva a modo ceremonial.
Previamente fumamos mapacho, el tabaco negro de la selva, que hace picar
intensamente la lengua y toda la boca, también usado en ceremonias, con una
pipa hecha de una rama gruesa y una cañeta de bambú. Ambos tabacos mejor no
tragarlos, así que escupimos por demás. Con el tiempo fueron más asiduos los
encuentros de rapé, pipa y mapacho, y la mísitca coca picchada (o mascada) con
lejía. La lejía es una pasta de cenizas endurecida, como si fuera una piedra de
yeso, que se utiliza como complemento de la coca, potenciando su efecto; puede
ser dulce, de estevia (endulzante natural) o menta por ejemplo, o salada de
quinua, kañiwa, cacao y tantas otras plantas, que se pueden usar combinadas o
no.
A los dos o tres días
Eva y Marcela se fueron para La Paz, y a medida el tiempo siguió pasando fue
creciendo el sentimiento de familia y comunidad entre Luli (la adolescente
rebelde y soñadora “yo era Stone pero no me gustan los Rolling”), Yanina (la
araña tejedora dulcera), Halex (el mediador y conciliador, hermano mono maya
como yo), Ariel (que vivía media hora hacia arriba, pero paraba más donde
estábamos, un duende coplero y cantor incansable), Julieta y yo. Cocinábamos y comíamos
todos juntos. El primero en despertarse ponía el agua para el café, mate o lo
que fuera y empezaba a preparar la avena con frutas, los plátanos fritos o
amasar los multifuncionales y multicolores CHAPATIS. Dicho invento, muy clásico
entre viajeros, es una mezcla básicamente de harina, sal y agua, se amasa bien
(y no tanto) y se hacen finitas tortillas, y se cocinan a la sartén o al horno,
con o sin aceite. Y pueden tener infinitas interpretaciones con orégano, ajo,
perejil, el resto de comida de la noche anterior, a las que se les puede untar
mantequilla, palta, mermelada, miel, azúcar y limón; o su versión dulce (la que
más le gusta a Juli) mezcladas con banana o manzana. Los chapatis fueron la
marca de la comunidad, por eso el nombre del capítulo; nos acompañaron en cada
comida compartida.
Infinidad de cosas
sucedieron. Cocinamos ñoquis de papas con salsa de tomate y hongos dos veces.
Un sábado y el viernes de la siguiente semana tocamos en el único bar del
pueblo armando las dos veces buenas fiestas de baile al ritmo de nuestras
canciones, con la danza y la buena energía de quienes paraban con nosotros; el
saldo de la primera fue un mareo como hacía tiempo no me cargaba: cerveza y
chichiwasi (un destilado casero de esa madera) durante el toque y luego
compramos un ron BOCARRICA que me dejó con más de un día de resaca. Las subidas
a la casa luego de cada recital las hicimos en manada, a oscuras y copleando
sin parar. Hubo dos ceremonias de San Pedro a las cuales asistimos con Juli
pero no tomamos, las vivimos a nuestro modo, con tabaco negro, fuego y
meditación. Hicimos meditaciones de Diksha. Cocinamos pan, tortas y hasta un
budín de zapallo; sopas y guisos de trigo, habas, arvejas, nabo y cebolla. Don
Severo nos acompañaba también en cada comida o reunión, colaborando con lo que
su tierra nos daba; así es que tomamos café tostado y molido por nosotros
mismos, hicimos mermelada de naranjas que cosechamos en su finca, comimos
bananas, mandarinas y limas, tomamos infinitos tés de cedrón, huacatay, hierba
buena endulzados con estevia; fumamos tabaco que cosechamos y secamos de unas
plantas que había al costado del camino. Compramos papas y harinas al por mayor
(12 kilos de cada una). Al pueblo bajamos esporádicamente, sólo el fin de
semana a trabajar. Una vez hicimos chapatis para vender, rellenos de guacamole,
que una vez cubiertos los gastos los terminamos de comer nosotros. Fuimos a la
universidad a compartir nuestra experiencia de trabajo con niños, a cambio los
estudiantes nos agasajaron con torta y arroz con leche, y a la hora del pago de
viáticos lo hicieron como si nos estuviesen entregando un diploma, todos aplaudiendo
y felicitándonos. Fuimos solo a una escuela, religiosa y muy estricta, y a
pesar de lo liberador del paisaje los niños parecían fieras enjauladas. Con el
tiempo Halex se fue para la Paz y nuevos viajeros empezaron a llegar donde
Severo: las hermanitas Leslie y Priscila con su hermoso parche de artesanía; Jhasuá,
un geógrafo colombiano que estaba haciendo un documental sobre caminos
precolombinos y los iba caminando a todos; un dúo de un chileno y una alemana
que lo que tenían de juventud lo doblaban en talento para hacer música; y
tantos otros, varios buscadores y buceadores en su delirio místico espiritual.
Un mediodía tocando
en un hermoso restaurant al aire libre que tenía una sombrilla hecha de muchos
saché de leche, masetas hechas de botellas de plástico, una fuente en el centro
con peces y tortugas de agua, una tortuga gigante de color dorado, y distintas
orquídeas e infinidad de plantas, conocimos a su dueña Carmela. Nos invitó un
sándwich de pollo y lechuga y compartimos una inolvidable charla que duró menos
de veinte minutos; nos contó que es maestra y trabaja el reciclaje y amor a la
naturaleza con los niños, la cocina es su hobbie y no una forma de ganar dinero,
nos habló de los colores del hambre y el sufrimiento, y nos contó que cuando se
muera no quiere ningún tipo de ceremonia ni que nadie se entere, solamente que
sus hijos la envuelvan en sábanas y pongan salsa a todo volumen, y que cuando
la quieran recordar solamente pongan esa música y ella allí estará.
Juli aprendió a
tejer a crochet con Yanina y yo a realizar algunos trabajos de albañilería.
Como no había mucho trabajo con la música propusimos trabajar a cambio del
hospedaje. Armamos carteles y sistemas de separación de residuos. Día por medio
Juli se encargaba del baño y todos los días la cocina tenía su repasada. Yo en
cambio limpié el patio, trabajé en el compost, y ayudé a Severo en la
construcción de un cuarto: hice mezclas de arena y cal, atornillé y
desatornillé varias veces las bisagras a la puerta, y la puerta al marco, hasta
que conseguimos la medida justa. Zarandeé la arena para sacar piedras,
embotellé plástico en botellas y me enamoré del trabajo manual, siempre con
coca en la boca. Aprendí muchas cosas de Don Severo tan sólo mirando, que con
el tiempo apliqué. Tomé la pipa de Halex como modelo y fabriqué una para mí con
ramas que encontré por ahí y a los días una para Ariel. Juli tejió dos
monederos y un estuche para mi nueva pipa y su tabaco.
Para despedirnos
del lugar hicimos lo que cualquier turista hace al llegar, caminatas por
aquellos hermosos paisajes. Un lunes fuimos los dos de paseo a las “Pozas de
Vagantes”, un hermoso camino de tierra que cruzaba por distintas comunidades
donde nos recomendaban atajos peatonales. De pronto el paisaje se aclaraba y se
abrían bajo nuestros pies grandes valles intensamente verdes, repletos de
puntitos naranjas, incontables naranjos y mandarinos, y plantas de plátano y
banana. De pronto los árboles verdenaranjas estaban por todo el costado del
camino y regaban con sus frutos toda la banquina, así que nos tomamos el
atrevimiento de probar tan exquisitas frutas y recolectar algunas para nuestra
parada. Luego de casi 10 km de caminata bajando más de 500 metros llegamos a un
río de aguas claras y por partes turbulentas. Nos desnudamos de ropa e ideas y
sin dudarlo nos zambullimos en las pozas que se formaban, bajo el cuidado de
las multicolores mariposas de mil tamaños. Nos dejamos llevar por la corriente
y saltamos desde altas piedras al agua. Nos secamos sobre las grandes y negras
rocas al sol y comimos mandarinas y sándwiches de pan, palta y zanahoria. Nos
vestimos cuando nos dimos cuenta que llegaba un grupo de turistas a disfrutar
del lugar. Juli siguió tejiendo su crochet mientras yo fumaba pipa y picchaba
coca con lejía. Emprendimos la retirada y las ampollas en los pies de mi
compañera hacían de las suyas. Armé dos bastones para la subida, en la cual
encontramos a un papacho con sus dos hijos y en medio de la pequeña charla nos
ofreció coca, y como no se dice que no dijimos que sí. Cuando retomamos el
camino recolectamos varios kilos de mandarinas y naranjas que más tarde
compartiríamos con nuestros convivientes. En la mitad del camino pasó una
camionetita taxi que tomamos hasta el pueblo. Compramos huevos y subimos a la
casa.
El miércoles fuimos
con Juli y Luli de caminata nuevamente, esta vez a las “”Tres Cascadas”. La
primera parte del camino es el mismo que habíamos hecho dos días atrás, sólo
que éste no pasaba por las zonas frutales. El paisaje en cambio era igual o más
hermoso del que habíamos hecho anteriormente. También pasamos por nuevas
comunidades y fincas que nos ofrecían el camino. Al igual que el lunes el sol
abrazaba y abrasaba por demás, así que a mitad de ruta frenamos y tomamos una
limonada natural de una mamita que vendía al costado del camino,
refrescantemente riquísima. Caminamos nuevamente poco menos de 10 km y llegamos
a la primera cascada. Un chorro de agua que caía sobre un pequeño espejo que
dejaba traslucir las redondas piedras por debajo. Las chicas descansaron, yo
trepé por el costado sin llegar a ningún lugar espectacular, bajé, nos mojamos
las cabezas y seguimos camino. La segunda cascada a mi parecer es la más linda.
El agua bajaba repartida en cuatro escalones de más de dos metros cada uno.
Había que subir por un costado, agarrándose de gruesas lianas para no resbalar.
Los árboles eran tan tupidos y altos que daba una sensación de cueva. Juli
subió hasta el segundo escalón; yo hasta el tercero donde me quedé disfrutando
de la energía del agua, poniendo hojas secas simulando barquitos que iban
directo a un suicidio seguro cuando saltaban al aire de la cascada; y Luli
subió hasta el cuarto. Luego de casi media hora de hermoso y energizante
descanso seguimos hasta la última cascada, que si bien podía ser la más
imponente debido a la inmensa pared cubierta de una fina capa de agua y espuma
blanca, me generó ruido las construcciones e infraestructura para la llegada de
turistas. Igualmente fumamos nuestro cigarro al pie de la caída y subimos al
sol para almorzar. Guiso de trigo y verduras que había sobrado de la noche
anterior, chapatis y mandarinas. Las chicas se quedaron reposando al sol y yo
me fui a conocer parte del recorrido que hacía el agua hacía abajo. Volví,
charlamos un buen rato, fumamos y emprendimos el camino de vuelta. Esta vez
Juli se puso medias y zapatillas para la caminata así que de las ampollas nos
olvidamos. Volvimos y ya era de noche. Festejamos así nuestros dos meses de
viaje y nuestra última noche en Coroico. El regalo fue el regreso de Halex
cuando estábamos preparando la cena. Inmensa alegría, ya que Luli iba a quedar
sola por la partida de los otros comuneros Yanina y Ariel. Volvió el hermano
mayor, así que quedó todo nuevamente en paz. Cenamos los cuatro y ya todos se
fueron a dormir salvo Halex y yo. Nos
quedamos hablando del pasado, presente y futuro, ideas nuevas y viejas,
fumando, coqueando, riendo y gozando de la vida y la amistad. Un abrazo y
buenas noches. A la mañana siguiente nos levantamos, desayunamos nuestros
preciados chapatis, hicimos más para el viaje; cafecito con canela, avena y
plátanos; abrazos, “hasta prontos”, agradecimientos y tabaco compartido.
Bajamos nuevamente
la cuesta que tanto nos costó la primera vez, pero mucho más livianos, no tanto
de peso, si tanto de espíritu; con una gran sonrisa que provoca continuar hacia
renovados aires, con la sensación de que ya era el momento de partir hacia
nuevas aventuras para seguir aprendiendo, con ganas de volver más adelante para
seguir aprendiendo. Hasta ahora había sido nuestra parada más larga y nuestra
primera convivencia en comunidad, tres semanas de alegría y amistad que nos
sirvieron para renovar impulso y energía. Qué lindo sentir que la familia y
amigos no quedaron sólo allí en Buenos Aires, sino que cada vez hay más hermanos
y compañeros que encontrar.
toda la historia, hermosa y bellísimas las fotos, qué ganas de estar ahí, un abrazo desde Risas, Magda
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